PRÓLOGO
Voy a prescindir de datos que van más allá del nombre. Nada de edades, ni de dónde viene, ni a qué, ni cómo. Saldrían en el discurso lugares comunes sabidos, repetidos. Y no. Ni voy a pintarlo como bueno o malo o regular por salir del paso con cautela, palabra sobre palabra. Dejaré la mente suelta a ver qué encuentra; y encuentra una sombra, casi no un cuerpo ─¿será esa el alma?─ en un laberinto de asuntos a resolver, que resuelve; encuentra el eco de unas voces en la bóveda ciudadana hablando de él sin que una negación enturbie su figura; encuentra una admiración en quién lo conoce, lo trata y lo quiere de cerca o de lejos; admiración por su labor callada, sin más premio a cambio que eso: su labor callada; encuentra que muere tal como vive, sin hacer ruido, sin voceros ni palmeros al lado, sin falsos podios; apurando: haciendo el ruido justo para atraer la atención de otros hacia el fin que en ese momento tiene en mente, trae entre manos; encuentra del Don al Curro una rica gama de valores puestos en solfa con el tino de quién se sabe aquí de paso e intenta mejorar lo que ve; aliviar; encuentra un cariño a flote hacia lo humano, un cariño a flote desde lo divino, una encrucijada espiritual, un estar vivo para dar vida, no para esto o para lo otro, sino para dar vida, para vivificar, haga lo que haga; encuentra una mirada profunda dirigida hacia sus dentros; un afán por conocerse para conocer al resto. Para reconocerse en todos. Y al fondo, muy al fondo, tan al fondo que apenas se llega, encuentra sólo silencio; enconado, áspero silencio sobre el sentido del vivir y del morir. Encuentra, al fin, que la respuesta a esto, tan complicadamente fácil, se la lleva consigo una tarde cualquiera en la que dos aves vuelan hacia el horizonte, por ejemplo. La sensación de su recuerdo es como escuchar a Mozart y caer de pronto en la cuenta de estar ante la obra de un ser único, imposible de definir. Pasa esto a veces; pocas, pero pasa. Su presencia lo atestigua.
© Manuel Garrido Palacios
© Manuel Garrido Palacios