DE CAMILA CANDELARIA
(novela)
Gerardo Piña-Rosales
Col. [dis]locados / Literalpublishing
Houston, Texas, 2014
En un documental sobre pueblos primitivos, el locutor –micrófono agresivo en mano, tecnología a sus pies, pátina de autosuficiente encima– pregunta a la anciana analfabeta que amasa a la puerta de su choza: “¿Cómo se hace el pan?”. Ella se despeja el velo del sofoco y responde: “Con amor; después échele lo que quiera”. La anécdota, que se eleva sola a categoría, se repite con un escritor que presenta su obra: “¿Cómo se hace una novela?”. Son tantos los campos en los que aplicar el cuestionario, que cabe reunirlos en uno clave: “¿Cómo se hace la vida?”.
Los amores y desamores de Camila Candelaria, de Gerardo Piña-Rosales, goza del amor por cuanto sugiere el título y por el primor al trazar la novela enunciando el tema, dejando crecer su apasionante contenido y dándole fin en la orilla mansa de la vida. Todo lo cuenta Camila con el encanto añadido de mezclar en su discurso las voces que la moldearon: “Nací y me crié en San Juan de Puerto Rico, aunque pasé la mayor parte de mi vida adulta en Nueva York”. En su mundo primario están su padre y su madre; él, de origen humilde, funcionario, lector compulsivo, progresista, “atrapado en las redes de la mediocre tiranía de los burrócratas”, resignado a la “aplastante rutina” hasta sentirse “un fracasado”. Ella, “empantalonada”, de “vieja familia ponceña de abolengo –de ascendencia española–, venida a menos”, imbuida en humo de grandeza, culpando al esposo de la situación de la casa por no aportar más que el “sueldo de chupatintas”.
La voz recia y dulce de Camila cuenta que en este entorno se ve hecha “una muchachita muy desarrollada, con mis grandes ojos negros y labios pulposos, mi piel canela de mamey, mi melena azabache, ensortijada y sedosa, mis torneadas caderas, mis nalgas paraítas y mis pechines en punta. ¿Quién me iba a decir que mi atractivo sería la causa de mi desdicha?” Los hombres “me comían con la mirada y, aunque procuraba ignorarlos, en el fondo me halagaban”. Para la madre, “la virginidad era el tesoro más preciado de la mujer”.
Divorciados los padres, “sin acrimonias”, la madre emigra a Nueva York con los tres hijos. Tras unas semanas en un apartamento prestado, “chiquito como celda de convento”, consigue un trabajo y acceden a uno propio. Lejos del padre, Camila le pide auxilio por carta, pero la madre destruye las respuestas dejándola en pura incomunicación.
Graduarse de High School es su primer triunfo, llegando a dominar el idioma inglés, aunque siente y piensa en español: “lengua que habito y me habita”. La madre fuerza a los hijos a hablar “exclusivamente en inglés; como era muy blanca y de ojos claros, aspiraba a que la tomaran por gringa. Se avergonzaba de ser puertorriqueña”.
Por entonces frecuenta la casa un tal O'Hara, “hombretón viudo de cara colorada, ojos celestes y pelo azafranado, funcionario de Inmigración. No sé qué vería en mi madre”, pero se casa con ella. El día de la boda, Camila llora acordándose del padre: “me encerré en el toilet para desahogarme, pero fue peor porque me dio un ataque epiléptico. En el St. Luke's Hospital me sedaron y fui recuperando el control. Mi madre no me perdonó nunca lo que llamaba mi abominable conducta”. Al verla tan triste la llevan a un psiquiatra “calvo, rechoncho y con espejuelos como lupas”, que la invita sonriente a que se recline “en el diván para confesarle mis cuitas”, animándola a vencer la ausencia del padre y su hostilidad hacia New York, “capital del mundo, donde podría realizarme mejor que en Puerto Rico, que era una islita en medio del Caribe”. A la segunda visita “me dice que percibe en mí una capacidad de amar muy profunda, pero que si cometía el error de depositar ese amor in the wrong person, sería desdichada; que necesitaba un hombre con experiencia” que fuera a la vez padre, amigo y amante. A la tercera visita le pide que se desnude para auscultarla. Ella se extraña, pero “como era todavía ingenua, tan naïve, pese al pudor que me cohibía, le obedecí. Al verme en cueros se abalanzó sobre mí como un poseso y empezó a comerme a besos”. De un empujón logra zafarse y huir.
Camila ingresa en el City College con dudas sobre la carrera a elegir, hasta que se decanta por la sociología. Durante el Spring Semester, conoce a Edwin, estudiante de políticas, “fornido, que adoptaba el aire amenazador de quien va por la vida resolviendo los problemas a puñetazos”. Un día “se me presentó con un shopping bag lleno de libros de Marx, Engels y Mao; me dijo: son para que vayas cobrando conciencia política. No puedes permitirte vivir al margen cuando la patria de uno está siendo pisoteada por el invasor”. Después van al cine y “tan pronto se apagaron las luces empezó a acariciarme los muslos. Le advertí que se pagara una prostituta porque conmigo no iba a propasarse”. Tras la cena silenciosa en un restaurante chinocubano, ella le confiesa: “Aunque te cueste creerlo, soy virgen y pienso seguir así hasta mi boda”. Tras la sorpresa responde él: “La virginidad es uno de los mitos más represivos y antinaturales que la Iglesia –institución de lo más reaccionario– se ha sacado de la manga para mantener encadenada a la mujer. Como progresista, creo que la mujer latina y sobre todo, la puertorriqueña, ha vivido como una esclava del padre, del hermano, del esposo: sólo falta que con hierro candente le marquen en las mejillas el Sine Jure. Es hora de romper las cadenas. No pretendo hacerte daño, sino ser tu amigo y ayudarte en el progreso de tu maduración psicológica, política y social”. Una noche, tras “tacos, enchiladas, tamales y vino” van a una “discoteca de lo más chévere”. Un amigo la saca a bailar y Edwin lo impide: “A ella nadie me la va a tocar, ¿O.K?”. Camila se siente estúpida y a la vez orgullosa de que él haya proclamado “mi sujeción a su poder absolutista: ¡Yo era su hembra! ¿Cómo no vi que su proceder machista contradecía sus ideas sobre la liberación de la mujer? Was I dumb!”
Hasta aquí llega el cuadro inicial donde Camila se mueve, tras del que viene lo más sustancioso con personajes y escenarios donde se suceden sus amores, desamores y amoríos. Es un juego voluptuoso de ideas, situaciones impactantes, revelaciones de amantes, relaciones fallidas y giros inesperados. La primera parte queda en aperitivo frente a la plenitud de experiencias que sigue: toda una metáfora de su vida: “tan pronto como hube bebido ¡hasta la última gota! aquel líquido oleaginoso y amargo, sentí que la realidad de mi entorno comenzaba a revelárseme desde otros ángulos, que mi consciencia se expandía y navegaba ad libitum por las paredes del santuario, revestidas de dibujos y mandalas tibetanos; por la bóveda, tálamo circular o campo de batalla poblado de fornicantes ninfas y quiméricos dragones; por la claraboya, donde repiqueteaba la lluvia; por el denso y enervador aroma del incienso; por el viento, ronco rumor, entre los palmerales, gemebundo como algún animal cautivo o vulnerado. Por primera vez en mi vida me sentía realmente viva, pletórica de energías. Pero, al mismo tiempo, la quietud y el sepulcral silencio que nos rodeaban me sobrecogían. Un cierto miedo, una leve angustia ante lo desconocido se anudaban en mi garganta. Mi ser se descomponía, sin que yo pudiera –ni quisiera– detener el total desvanecimiento de las diferentes y contradictorias personalidades que a lo largo de mi vida había presentado a los demás…”.
El final son flecos de memoria que la brisa de la avanzada edad mueve. Restos que memora en silencio y en los que surge Mario –¿su último amor o desamor?–: “cuando le hablé de las elecciones que se avecinaban –y en las que él, de haber estado sano, habría participado–, me lanzó una mirada que me heló la sangre. Y como yo insistiera, me gritó: But don't you see it, damn it! I am dying! I have AlDS. I think it's about time you know my little secret: I am gay! No lo creí hasta que me hubo contado desde su críptica y torturada vida homosexual hasta su matrimonio conmigo por guardar las apariencias y asegurarse el éxito en su carrera política”.
Y tras tanto amar y desamar, el telón cae como la ola lenta que besa una orilla suave, linde en la que Camila aguarda el latido postrero amasando lo vivido con el amor que cierra su vida: “Tras la muerte de Mario, Nueva York no tenía ya nada que ofrecerme; vendí la casa de Staten Island, regalé los muebles y me mudé a San Juan. Aquí estoy, frente al mar que me vio nacer, recordando, escribiendo, no tanto para consignar las vicisitudes de mi vida sino para desahogarme, para descargar mi rabia y mi tristeza, para aliviar mi soledad hasta que llegue mi hora”.
Da capo. Si se preguntara -¿a quién?- ¿cómo se hace la vida?, tras leer la de Camila Candelaria seguro que diría: “Con amor; después échele lo que quiera, aunque sean desamores”.
Manuel Garrido Palacios
Paris. Verano, 2014