Pilar Paz Pasamar
Ed. Calambur
“De pronto los árboles se ponen a escribir / transforman sus raíces en plumas
de escribir / los pájaros anotan con plumas de escribir / mientras otros
colocan sus plumas y subrayan / Yahoo y punto es. / Arroba y punto net (todo se
escribe) / Hotmail punto com (todos escriben) / Todos se comunican. La luna
arroba arriba. / Redondo signo blanco. / El sol y punto net redondo y amarillo.
/ La tierra en su formato de polos aplastados. / El alma a solas. Qué”.
Pilar Paz
Pasamar, jerezana, gran dama del verso, publica Mara con 18 años, poemario que
elogia Juan Ramón Jiménez y que Manuel Moya valora como “desacostumbradamente
hondo para una adolescente”. A Mara le siguen Los buenos días (1954), Ablativo
Amor (1956) Del Abreviado Mar (1957), La Soledad Contigo (1960), Violencia
Inmóvil (1967), La Torre de Babel (1982), Textos Lapidarios (1990), Philomena
(1994), Sophía (2003), La Alacena (1986), Ópera Lecta (2001) y los ensayos
Poesía femenina de lo cotidiano (1964), La poesía femenina hispanoamericana
(1992), Fernando Quiñones y José Luis Tejada en la época de Platero (2000) y En
tomo a Rafael Alberti y las Américas (2001). Para teatro escribe El Desván (en
colaboración con José Mª Rodríguez Méndez, 1955), y Campanas para una ciudad
(1987), y en relatos, La Dama de Cádiz (1990), Historias Balnearias (1999) e
Historias Bélicas (2004). Académica de la Hispanoamericana de Cádiz y de la de
San Dionisio de Jerez, da vida a la revista Platero junto a Quiñones, Mariscal,
Bonald y Tejada.
De Los
niños interiores, editado por Calambur y galardonado por los Premios El Público
de la RTVA como el mejor libro de poemas de 2008, se dice en la solapa que es
“libro de madurez, sorprendente, que corona la trayectoria de sus grandes
temas”, como la memoria: “sucedió contigo / lo mismo que otro tiempo /
sucediera en la etapa de las briznas / cuando el niño llegó frente al tendero /
con la hucha acariciada / y el hombre sopesó con las dos manos / su contorno de
barro, como el de una granada / de recóndito jugo apetecible // ya rota la
alcancía, desparramado el contenido… //
Así guardé tu gesto y no te dije nada”;
la trascendencia: “en la inocencia plena y absoluta, / en desnudez, en cueros,
/ ya solo el balbuceo nos precede // El tiempo nos reclama / el sitio que
ocupamos”; lo humano: “El cuerpo, este preludio de lo eterno / lo siento y toco
y miro y me pregunto / si no son demasiadas esas atribuciones / que le
otorgamos siendo poca cosa. / Y sin embargo, es a través del cuerpo / con que
te reconozco y te comprendo. / El tacto te vocea y te proclama. / En el placer
la gloria y en el suave / contacto la armonía. / Bulbos acariciados somos en
primavera, / unos con otros, sépalos / humedecidos, tiernos. / En la boca el
pezón que se estremece”; lo divino: “Pinchos de alambre coronaban su frente, /
taladraban las sienes. Apenas si podía / sostener en las manos el humillante
cetro. / Entre tanto dolor, el Nazareno / recordaba el olor de Betania // y el
olor del perfume con que la de Magdala / ungió sus pies que luego secó con sus
cabellos”; lo cotidiano: “Aguardo audiencia con su excelentísima / y con su serenísima
ilustrísima / y con su nobilísima / y su presidencial y viceversa / y con el
secretario / de la secretaría / y con el consejero / de la consejería, / con el
cofrade de la cofradía, / con el notario de la notaría / frente a la ventanilla
del cajero, / ante el lotero de la lotería”; la mística del vivir: “La casa es
muda y ciega, blanca e imperceptible / su longitud de nieve, su ardido
camuflaje, / oro de soledad renovado en las horas / tramo de la escalera
prendido a su clausura / el interior absorto se inflama, hace reclamo”; lo
sufrido: “Las aves migratorias que cruzan el Estrecho, / su cielo azul, avistan
lejanos tendederos / donde van a secarse, flameando banderas / los restos de
otros cuerpos, las prendas desprendidas / por el mar, de otros miembros / que
ondean como algas, o caen en las rocas, / donde las aguas lamen los restos
naufragados”; lo gozado: “El oro derretido, tan puro y tan caliente, / ebrio en
la pleitesía de la estación dorada, / frente a tanta belleza, nos acerca al
principio, / al amor inicial escondido en espera, / a la alquimia del beso”; la
ternura: “Si te dejaras sostener en mis manos / serías un libro abierto y al
besarte / un labio y al moverte, / mis pies”; la sabiduría: “Tu nombre no
figura en la lista de accesos / al porvenir. Tú nunca lo tuviste. / Ya te vas,
y no estás ni siquiera empezada”; lo popular: “La Palabra es la táctil / tarea
que te impongo / tan rápida y tan fácil. / Primero fue el silencio, / La
Palabra, más tarde”; lo culto: “Braschessi, descubierto en la dulce Florencia
de los Médicis, en la galería Ufficci. Por ser amor platónico tardó más en
borrarse de mi pensamiento”; la vivencia sublimada: “Cuando así me miró en
aquella edad / que todo para él era sorpresa, / puro descubrimiento, hallazgos
de tesoros / prohibidos, cerraduras y cofres, / fragancias y fragmentos para él
inservibles, / digo que cuando aquella vez me miró, la primera / de un desvelar
insólito por triste, / o amargo, no lo sé precisamente, / algo quedó por
siempre en mi memoria”; las preguntas sin eco: “A través de los años no obtuvo
las razones / del por qué de su infancia cercada y oprimida, / del por qué de
sus días en Auschwitz, las hambrunas... / Con los ojos abiertos, echado en el
asfalto / aún seguía inquiriendo respuestas”; o la vinculación entre el creador
y el mundo con la inocencia de la niñez que grita en los dentros: “Nido inmenso
es el mundo / por donde nuestras bocas / insaciables asoman / como crías
hambrientas”.
Versos de
Pilar Paz Pasamar que impulsan a volver al principio para saber que “los
árboles hoy se han puesto a escribir / con plumillas de aquellas que portaban
los cofres / de los niños pues quieren dedicar su madera / a estuches
sapienciales, antes que ágrafo el mundo / olvide la escritura”. Me siento
árbol.
© Manuel Garrido Palacios
© Manuel Garrido Palacios