Acostumbrados, sin
remedio, a caminar por espacios de entrevistas de trabajo, cursos, cursillos,
sermones, charlas, disertaciones o reuniones laborales, un día recibes el
encargo más difícil: Contar un cuento a un grupo de niños.
Entre el frenético
sonido de dedos tecleando y conversaciones telefónicas que manejan fechas
límite y gestionan proyectos, la mente empieza a soltar amarras y nota que le
van llegando ecos de Nunca Jamás: Bombardeos de piratas, tribus de indios,
risas de sirenas, diminutas luces tintineantes…
Y de repente,
alguien, “al otro lado”, reclama tu atención. Te reprocha estar en una nube y
caes en picado. Retomas la rutina, el estrés y la pose madura, mientras te preguntas
si aún te quedará algún retazo de esa “nube” para poder conectar con el nuevo
público asignado.
La palabra infancia
emana frescura, sinceridad. Los niños son mentes abiertas, sin filtros. Si no
logras captar su atención, te abandonan en medio de tu discurso, bostezan o
preguntan, sin contemplaciones, si falta mucho para acabar. En contraste, en el
mundo de los adultos, cada cual aguanta la vela según sus cánones de
convivencia, procurando la condescendencia o simulando el interés.
Un conferenciante no
suele invadir la intimidad de los asistentes; los mantiene enfrente sin
necesidad de invitarles a completar su plática. Lo lleva todo preparado. Ruegos
y preguntas al final. Sin embargo, en la escuela, decenas de deditos se alzan
constantemente pidiendo la palabra, queriendo contar las experiencias propias y
respondiendo absolutamente a todo, sin miedo a errar. Los mayores nos hemos
vuelto reservados. Se nos fue buena parte de la espontaneidad. No nos gustan
las preguntas directas, nos sentimos más cómodos de oyentes en la penumbra del
patio de butacas y preferimos contestar cuando tenemos una alta probabilidad de
acierto. Si al subir al estrado un disertador tropieza, los asistentes
intentarán socorrerlo y aliviarlo del posible ridículo. Los niños lo solucionan
con risas. ¿No se nos han perdido cosas por el camino?
Volviendo al encargo
de contar un cuento, ya que el trabajo es lo que suele ocupar más horas del
quehacer diario, precisaría entonces de hacerle a los niños un hueco en la
agenda y -¿por qué no?- considerar la tarea parte de mis ocupaciones de adulto.
Por eso, para hacerlo
lo mejor posible, me preparé a conciencia: dediqué tiempo a elegir el tema más
adecuado, el tono y el ritmo de la narración, la selección de palabras que lo
hicieran más entendible e incluso ensayé y calculé la duración. No quería
cansar a mi auditorio.
Encontré registros de
sonidos que podrían darle más ambientación a ciertos pasajes del relato y los
añadí al repertorio.
Cuando casi lo tenía
todo dispuesto, me permití el lujo de construir unas sencillas marionetas para
ilustrarlo con toda la precisión posible. Rompí con la rutina, rememoré mi
infancia y, sinceramente, me divertí.
Y llegó el día. Nunca
vi un público tan entregado, tan concentrado en mis palabras, tan analítico y
tan participativo. No me quedo tanto con el ‘si salió bien o mal’, pero sí con
algo maravilloso que me dejó sin palabras: Cuando empezó a despejarse la sala,
una mano diminuta tocó mi espalda y me dijo: ‘¿Me cuentas otro cuento?’.
© Selene Garrido Guil
Imagen: Los primeros pasos. G. Neale. Walker Art Gallery. Liverpool
© Selene Garrido Guil
Imagen: Los primeros pasos. G. Neale. Walker Art Gallery. Liverpool