CUENTO
Alexis Díaz Pimienta
Alexis Díaz Pimienta
Venía yo en
una ruta 23 repleta hasta los bordes. Cinco de la tarde, o cinco y media. Venía
soñoliento y cansado, cimbrándome aún en el oído la voz del director. Al
principio me molestó que se me estrujara así la guayabera blanca, que me
pisaran los mocasines rojos, acabados de estrenar, pero qué remedio. Me dejaba
sostener entre un matrimonio de viejos rollizos e inquietos, una muchacha negra
y pelirroja, y un tipo alto, de espejuelos, que a ratos me incrustaba el codo
en la frente obligándome a mirar hacia otra parte o bajar la cabeza. Baches,
frenazos, empujones, permisos, levanta un pie, entra una cadera, baja el brazo,
no le mires la teta a la que está justo delante, inclinada y mostrando un pezón
oscuro y arrugado. Hay un sopor indescriptible. De pronto, ese proyecto de
la..., un baño tibio ahora qué..., no empujen, coño..., el director no sabe
si..., qué buena teta..., estos dos viejos gordos..., ese proyecto es una...
uff... Estoy candado. Parece que nunca llegará mi parada. Sudo. La viejita se ve
que está incómoda, pero dónde carajo meto yo la rodilla. Cierro los ojos para
no oír nada, para escaparme. Oiga, oiga, contrólese la mano, mire a ver dónde
mete la mano. Es la voz del viejo. Sólo le veo el perfil, sudado y agrio, pero
lo sorprendo mirándome de reojo, ladeando la boca para hablarme. Sí, tú mismo,
tú mismo, deja tranquilas las manos esas. ¿Decía usted?, dije yo, como si la
voz fuera de otro, sorprendido. La viejita lo tomó del brazo, indagando. Qué
fue, qué fue. Y dale el viejito con que yo le había metido la mano en el
bolsillo. Perdóneme, mi padre, pero usted se equivoca... en la guagua,
imagínese... Sí, sí, yo seré viejo pero no comemierda... échese pa'llá, pa'llá,
y como única opción de movimiento me lanzó tres culazos. Traté de explicarle:
mire, mayor, ¿cómo usted cree que yo...?, discúlpeme, discúlpeme, pero si lo
rocé fue sin querer... qué va, qué va... Y sonreí nervioso, mirando a todas
partes. Los demás pasajeros, no sé hacia dónde y cómo, se habían replegado, se
habían encogido para rozarme lo menos posible y me miraban haciendo cálculos
para dar su voto a favor o en contra. Antes de que yo pudiera imaginarlo, ya el
viejo había hecho un escándalo de aquello, con improperios de la vieja y
miradas de odio. Y la gente comenzaba a hablar de ‘especialistas’, de hombres
con los dedos de seda, hay que tener cuidado. Yo sonreía como mejor podía, como
si la sonrisa incrédula fuera una buena excusa, sin saber dónde meter la cara en
aquel lío tremendo. El tipo grande de los espejuelos se hizo a un lado (el
mismo tipo que después haría el cuento en su casa y diría, qué va, ese muchacho
no tenía cara de eso, na', na', ese viejo está chocho), se apartó levantando
las cejas en un gesto de resignación cómplice y logré alejarme de la espalda
rolliza del viejo, que seguía contando cómo están los ladrones, los
delincuentes en la calle. Una señora (que después le diría a su esposo,
refiriéndose al caso, que al ladrón se conoce en la cara, que fue un abuso de
los viejos con aquel muchacho) me preguntó si me quedaba en aquella parada.
Mecánicamente le respondí que sí, sin ser mi parada ni un carajo, y ella se
apartó mirándome con lástima o recelo. El viejo seguía rumiando su acusación, y
yo ardía de fiebre, creo, sudaba frío, sentía un leve temblor en la rodilla. Ya
desde la puerta gagueé: Pe-pe-pero, señor... Se me hacía un nudo en la
garganta, me dolían los ojos. Sólo me ayudaban algunas miradas de comprensión,
de apoyo, alguna voz que oía explicándole al viejo que la guagua estaba llena,
llenísima, que ese compañero (es decir, yo)... Pero a mí ya comenzaba a no
importarme aquello, a darme más bien risa, tal vez por los nervios, o por la
pena, o por lo absurdo que era llegar después (es decir, ahora) y entregarle a
mi mujer los ochenta y siete pesos que llevaba el viejo en el bolsillo, y un
collar, un reloj y diez pesos que tenía la vieja, pobrecita, en la cartera.
¿Cómo ha ido?, fue la único que dijo ella. Como a todos la primera vez,
supongo, fue lo único que dije.
(Este cuento,
publicado en Cuarto de Mala Música el 3/23/2014, 05:42:00 am se publicó
originalmente en Los visitantes del sábado, Letras cubanas, 1994; ahora forma
parte de mi nuevo libro "La guagua y otros cuentos sobre ruedas")