MARADENTRO
Abelardo Rodríguez
La palabra "Follecer" la sacó a oreo Abelardo Rodríguez en un texto de aquel memorable Columnario con el que nos deleitó durante un tiempo en la prensa. No sé por qué se fue de Huelva, a la que tanto amaba. Dicen los que lo saben que por una niebla blanda y anodina que hizo irrespirable la esencia: «voces del rumor libre». Lo seguro es que cuando regresaba traía un nuevo libro en las manos, fruto de la soledad, que tanto fortalece las facultades del alma. Venía como padre con el recién nacido en los brazos para mostrarlo a todos: Añilaire, Rala duna, Océano, Siderea Alife, Zinámbaro, Marismaire, Slachss, Esfera… Los santos, los grandes hombres y los poetas (como él) han comprendido lo de la soledad maravillosamente y es por lo que su naturaleza les ha llevado siempre a buscar a deshoras otros pagos, otras islas, a sabiendas de que el talento crece cuando el árbol no impide ver el bosque: «Siempre solo cruza la marisma cuando las luces son tenues, con su constante gaviota sobre un hombro, en dirección al poniente». El poeta nos miraba desde «la torre de vigía donde ya sólo anidan la soledad y la ternura, donde criaturas desconocidas se han ido refugiando en el espacio eterno, siendo aceptadas, incluso amadas, donde moran ángeles con sus concretos nombres y sus misiones»
Abelardo Rodríguez estará siempre presente con sus versos en Punta Umbría, lugar donde exprimió su porción de felicidad, donde sus cenizas fueron luciérnagas mustias cayendo a la hondura del mar un ayer mismo, cuando «las estrellas lloraron luz de luna, la más pálida y dorada de las luces»
El tiempo y la fuerza de su palabra serán las que marquen un tope al eco de su obra, pero cabe adelantar que Abelardo fue un poeta cuyos versos no se nutrieron sólo de un torrente de palabras, inventadas o por inventar, como este «Follecer»: morir en pleno éxtasis amatorio, o como dijo aquel: «En mitad del acto institucional». Sus versos se nutrieron también de sombras, de silencios y de compartir un par de tintos con chochos con sus amigos. Enemigos no tuvo. Nadie alcanzó ese rango porque todos carecieron de rango suficiente para serlo, aunque lo intentaron «los hacedores de ruidos, diseñadores de tormentas, grises transparentes, taciturnos, lánguidos, largos, serafines en corro –siempre en corro– bucinando el himno de la gloria, gordos de esféricos carrillos, en pose de ciclistas de la nada. Siempre en corro…»
Decía de Abelardo poeta, o editor, o pintor o tan gente entera que su perfil le falta al paisaje marco: «Lecho de lirios de duna». Ausente de resbalones por los pasillos de la mediocridad, Abelardo, «el Angelardo de Umbría» fue lo que quiso ser: poeta; un claro y reconocido poeta, que parece poco, pero hay que llegar a serlo. Su figura daba el tono de esos tipos singulares que uno se topa por la vida, no sacados con troquel de comités de sabios adocenados alrededor del pesebre, sino de los forjados a sí mismos en el viejo rito artesanal de crear piezas únicas, «gestándose en finas láminas». Es cierto que todos somos singulares. Tan cierto como que unos más que otros.
© Manuel Garrido Palacios.