Exposición
Héctor Garrido
El arte que despliega el fotógrafo es parecido al de la chispa contra el pedernal, a la llama de una cerilla, a la gota que colma el vaso. Grandiosamente breve, en otras artes cabe el tiempo para la reflexión, para corregir tal o cual rasgo o para volver a empezar. El fotógrafo, en cambio, sólo tiene ese instante mágico en el que ha de ver el motivo, la luz, el encuadre y aplicar a su sensibilidad la técnica de foco, diafragma, velocidad y otros perejiles, y todo junto, y al mismo tiempo, y sobre la marcha. Sólo ese instante tiene. Cuando levanta el dedo del disparador, ya está hecho todo lo que había que hacer. Lo habrá conseguido o no según su propia exigencia, pero hecho sí que está. Lo más que le quedaría sería repetir la toma, a veces tarea imposible, tan fugaz es la magia del instante. Si aún puede, lo que hará será captar otra imagen, pero nunca ya la misma, porque el misterio de esa primera huyó, se esfumó, y es necesario buscar la sustitución, peor o mejor, pero siempre distinta en este o en aquel detalle. La fotografía alcanza entonces rango de arte y asume esta sensación para transmitirla a quien la comparta cuando el artista la publica en un libro o la cuelga en una exposición. Y hay tanto automatismo suelto por el mundo, que cuando uno observa la obra salida de ciertas manos, se reafirma gratamente en lo dicho. Digamos que unos labios pueden ser el desnudo más integral que pueda retratarse. Labios que dimensionan el gesto con sus comisuras, su equilibrio sereno, su rasgo étnico, sus vacíos y sus macizos; labios de los que pueden salir todas las peroratas que el ser humano tiene pendientes; vistos desde otro ángulo, labios cerrados, reprimidos, expuestos. Labios que podían retratarse captando en un sólo instante tantos matices, o dejarlos pasar desapercibidos, como más de mil veces ocurre. Ante ciertas imágenes el tiempo ya no se va porque quedó prendido en la magia de un instante. Según los versos de Lara: «La breve eternidad de un instante». Soberanamente, además. Digo labios porque son ellos los capaces de decirlo todo o de guardar un sagrado silencio. Pero también una mirada como esta puede expresar más que todo un discurso, sea plomizo o alado, que una conferencia de tribuna y pedestal, que un concienzudo estudio sobre si son galgos o podencos en doce tomos, un prólogo y una propina. Nunca algo tan leve y breve llegó a un fondo tan hondo. Nunca un gesto silencioso fue tan elocuente. Una mirada es un rayo de ternura que te sale al encuentro en cualquier recodo de la vida, un filo terrible que penetra en el alma sin rozarte. Los seres humanos somos mutuos actores y espectadores de nosotros mismos. Nos miramos, pero no siempre nos vemos. A veces somos hasta transparentes para otros. Es a lo que llamamos indiferencia. Detrás de la mirada hay un camino que va desde el mar al desierto mauritano y que se para en una aldea fijada al mapa como Boutilimit. La joven de los labios y de la mirada guarda un chiringuito de fruta con cuatro plátanos y seis naranjas. La madre dormita. Ella mira. Toda África mira a través de sus ojos. Una luz perdida le ilumina el perfil y es como si el pensamiento le asomara. Todas las preguntas de los mundos africanos están en esa mirada sin límites, dialogo mudo de un mundo con el resto del mundo. O lo que es lo mismo: de dos de los mundos que conforman éste. Una mirada que espera respuesta cada día.
© Manuel Garrido Palacios