Tres poemas
para
Cuarto de Mala Música
I . SAXO
Un saxo es un instrumento
demasiado triste
para que bailen los
gorriones
sobre el tendido eléctrico.
(No importa que haya
pájaros muertos
al pie de los violines.)
Un saxo es para las hojas
otoñales
para los divorcios
para las cartas que no
llegan.
Si ven llover, saquen el
saxo
donde todos lo oigan.
Si hay luto en la ciudad,
adórenlo.
Y a nadie se le ocurra
tocar el saxo un jueves.
Y nadie ensaye cerca de
los jardines.
Acostumbrémonos al gris y
al viento en la ventana
al silencio muriendo en
espiral.
Un saxo llena el pecho de
murciélagos
y nos deja así, con el
pecho invadido
con la mujer de siempre
doliendo en las paredes.
El saxo no, por favor,
Charlie Parker,
¿no ves que cae ceniza?
¿no sientes como cantan
las ojeras?
El saxo no, por favor,
Charlie Parker,
o lloraremos juntos la
próxima llovizna.
II . MUERTOS DE RISA
Charlie Parker se sienta
frente al televisor y ríe.
No le hace caso a su saxo
ni a su vieja anfitriona,
la baronesa Nica.
Julián del Casal se
acomoda en la silla
en la que a va cenar y ríe.
No le hace caso a su
corbata
ni a sus jarrones de la
China.
Ambos saben que van a morir
y les da risa la cara que
pondremos los demás
al saberlo.
Ríen con elegancia de
cadáveres vírgenes,
de muertos por primera vez,
llenos de cicatrices
musicales y complejas metáforas.
Ríen igual que hemos
llorado
los que no les conocimos,
con hipos y perplejidad,
con pañuelitos tímidos.
Charlie Parker bebe café
en La Habana
mientras Casal ingresa en
un psiquiátrico
para perfeccionar su
deterioro.
Son como niños grandes.
Ambos han sido
espectadores de la cara de Dios
y no han podido contener
la risa.
III . LOS MÚSICOS DE JAZZ
¿Por qué los músicos de
jazz cierran los ojos?
¿Por qué tocan con los
ojos cerrados
aunque tengan los párpados
arriba?
Los músicos de jazz no
pertenecen a la misma especie
que el resto de los
hombres. Son solo sombras,
siluetas de colores sin
nombres ni familia.
Escuchar a los músicos de
jazz
leerlos entre el humo y
las lágrimas del fondo
es una soberbia lección de
continencia.
El clarinete mueve el pie
al ritmo de la lluvia.
El saxo mueve la pajarita
en círculos.
La tuba no puede contenerse
y llora recostada en la
espalda del trombón
que toca y dice que no con
la cabeza
niega que él sea un árbol
o una piedra o un hombre.
El trombón cree
(y lo dice, con
desfachatez metálica)
que es una libélula.
Se cree libélula el
trombón y lo comenta con el piano.
Y solo entonces el piano
se sacude
escandalosas lágrimas
blancas, casi transparentes
y se queda a solas con la
voz del cantante
que llena, poco a poco, de
fotos viejas el local.
Pobres músicos. Los
músicos de jazz
siempre son pobres. Dan
lástima.
Se atraviesan como un hueso
en la memoria pública.
Todos sabemos que no se
mueven,
que no se miran ni se
tocan,
que son movidos por
fuerzas extrañas
aunque nadie descubra los
hilos motores.
Y ya no tienen fuerzas más
que para tocar, así,
vestidos de rigoroso luto,
despeinados,
con olor a café ya whisky
seco.
Cuando tocan los músicos
de jazz
en todas las casas de
todas las ciudades
surgen de la nada mesas
redondas
con mantelitos tejidos a
crochet
con ceniceros en el centro
y colillas humeantes.
Y grandes fotos. Inmensas
fotos
de otros músicos de jazz,
llorosos.
Fotos desenfocadas y
húmedas,
cargadas de electricidad
estática.
Y entonces todos los que
escuchamos
todos, sin excepción,
pegamos saltos sobre los
platos de la batería;
al mismo tiempo y
sincopadamente.
Miles de cuerpos vestidos
de negro en síncopa.
Llorando en síncopa.
Humeando en síncopa.
Oyendo en síncopa.
Extrañando a las madres
y evocando a las novias de
la primera infancia
a los amigos de las
primeras espinillas.
Miles de sombras con
siluetas de distintos colores
con boquillas de metal
humeantes
y los ojos cerrados.
Y los ojos cerrados.
Y los ojos cerrados.
Y la noche.
© Alexis Díaz-Pimienta