Juan Ramón Jiménez,
estudiante
(De las migas de Moguer al Instituto de
Huelva)
Juan Carlos de Lara Ródenas
Moguer 2012
Juan Carlos de Lara parte en su estudio de cuatro
palabras de Platero y yo: ‘llevé al colegio todo’. ¿Qué era ese
‘todo’? Hay un ‘todo’ material en el que cada cosa lleva estampado en tinta
azul violáceo un sello: “¿Quedó algo por sellar en mi casa? ¿Qué no era mío?
(…) Al día siguiente, ¡con qué prisa alegre llevé al colegio todo!: libros,
blusa, sombrero, botas, manos, con el letrero: Juan Ramón Jiménez. Moguer”.
Pero Lara Ródenas saca de la cita otros matices poco explorados: “la experiencia
escolar tuvo en la vida de Juan Ramón una dimensión extraordinaria”. Alude en
el subtítulo a la miga de doña Domitila (parvulario. jardín de infancia,
casi-escuela) a la que iban niños de “familia asentada y pudiente”. Ampliando
lo local, también existía la miga de los de a pie: rebujina de
criaturas que se recogían allí para que las madres y los padres pudieran
trabajar en lo que cayera, si caía algo. Era barrera entre estratos sociales.
Del ambientemiguero queda el eco de la chiquillería atacando la tabla
de multiplicar, o “la salmodia incolora de los rezos cantados, o del deletreo
de la cartilla”. De una miga se salía para trabajar. De otra, con perspectivas
de estudiar en otros centros. Juan Ramón menciona “a ráfagas” sus vivencias en
las migas o escuelas de Moguer; incluso las de su paso por el Instituto de
Huelva se diluyen en un “halo poético” que las hace imprecisas. Instituto para
cuyo acceso era necesario haber cumplido diez años y aprobar un “examen de
doctrina cristiana, lectura, escritura, aritmética y gramática. Algunas de las
pruebas a las que se sometió el poeta en 1891 fueron “dividir 16.914 entre 34”
y escribir un dictado.
Aparte de “las barajas de naipes con los hierros de
los ganaderos en los oros, los cromos de las cajas de tabacos y de las cajas de
pasas, las etiquetas de las botellas de vino, los premios del colegio del
Puerto, las estampitas del chocolate…”, al poeta le producía desazón la
escuela, “a la que celebra no ir los días de purgante”. Anota Lara Ródenas que
“en las aulas del Colegio de San José tenían cabida alumnos pobres en un número
fijado por el Ayuntamiento. Así, junto a los ricos como Juan Ramón, su hermano
Eustaquio o Francisco Ruiz, “que tenía su sello en una cajita de plata”, JRJ
nombra a Nicolás Rivero, hijo de jabonero y “pobre”, a Juanito Betún, “corazón
con semilla de ideal” o al Marinerito, siempre dispuesto a hacer algo que
divirtiera a los niños ricos: “cuyas gracias reía con una admiración infantil.
Perdía, queriendo, en los juegos; hacía el burro en el salto” o decía que había
sido él cuando se cometía una falta. A pesar de los aburrimientos escolares,
“Juan Ramón fue buen alumno”, llamado en el colegio “uno de los siete sabios de
Grecia” –precisa Lara.
Es el de San Luis Gonzaga, de El Puerto, donde sigue
con el bachiller, el que le aporta gran “caudal de experiencias y páginas
literarias” en comparación con el ‘todo’ anterior. Puede que sea ahí donde
trace “sus primeros versos”, ya fuera de la tutela familiar” (aunque su hermano
Eustaquio va con él) y que “el ambiente jesuítico” encaje más con su
personalidad “solitaria e introvertida”. Escribe: “Había en el jardín de mi
casa un pequeño bosque de plátanos y araucarias, y a la tarde, cuando volvía
del colejio, toda mi delicia era ocultarme entre el verdor, ya transparente del
oro del sol de las cinco”.
Lara Ródenas cubre con datos ese ‘todo’ lleno de
“lagunas documentales, silencios, errores biográficos y olvidos del poeta”,
dando rango a “un escenario y un tiempo” que tanta importancia “tuvieron en la
temprana formación intelectual de Juan Ramón”. Así ha sacado a la luz “con
tendencia a la exhaustividad”, toda la información hallada sobre el tema y las
palabras que Juan Ramón fue diseminando en su obra sobre sus vivencias como
colegial en Moguer y Huelva, sin duda, “parte esencial de su construcción
biográfica”. Lara hurga minuciosamente en el tiempo que refleja y le da un
orden clarificador. Tras la Introducción en la que habla de la miga de doña
Domitila y del aula de doña Benita, sigue por el Colegio de San José, de
Moguer, Las Huelvas de los exámenes, El Instituto y Los cursos 1891-1894. Como
colofón ofrece un excelente corpus documental y la bibliografía sucinta.
Para cerrar su trabajo cita a Bécquer cuando dice que
“un libro que él escribiera no podía ser muy largo. Salvando las distancias,
creo que tampoco uno mío”. Tienen sus razones ambos poetas, igual que quien
crea lo contrario o no crea nada. En un coloquio tras el estreno de Novecento, Bertolucci
dijo que ‘todo’ tenía su ambivalencia; “una obra podía durar un minuto o un
día, medir una pulgada o un metro, contener una palabra o un millón”. El libro
de Juan Carlos de Lara está en su justa medida. El ritmo interior la propicia,
la sensibilidad de poeta la ajusta. Su trabajo sobre ese gran Árbol de la
Poesía bajo el que se guarecieron generaciones, nos lleva a un tiempo mágico
que, por pasar tan deprisa, parece que ni existió.
Los silencios sobre los años que maneja se unen a los
posteriores a su marcha. Puede que, previo al Nobel, tuviera en su tierra una
calle con su nombre. La de hoy era antes Cánovas del Castillo. No sé si tenía
sitio o no más allá de los corazones. Pero se le hizo uno, profundo y oscuro,
de dos metros de largo cuando lo trajeron. Él no vino. En la película “Juan
Ramón de Fondo” se incluye la imagen de su entierro. Es Julio Caro Baroja quien
lo lleva sobre su hombro izquierdo por las calles calladas de Moguer.
© Manuel Garrido Palacios