Aránzazu de Isusi
Cuentos de sombreros y paraguas
Ed. Cuadrivium, Girona
El cuento es
“un género dotado de una vitalidad, una intensidad y un impulso indudables”,
dice Ángel Zapata en el prólogo del libro de Aranzazu de Isusi, y añade que es porque el cuento ha
tomado el testigo de esa voluntad de búsqueda “que inspiró siempre a la mejor
literatura” y que en los últimos tiempos padece “una anemia generalizada”. El
cuento que da nombre al libro (segundo de los dieciocho que trae) dice así:
“Vi por primera vez a la mujer que se dejaba los
paraguas en un bar poco antes de que olvidara uno morado junto a mi abrigo. Si
me fijé fue sólo porque era violeta. Como me enloquecen las mujeres violáceas
-y ésta lo era mucho- recogí su paraguas morado y volví al día siguiente a la
misma hora, metí el paraguas debajo de la barra y esperé. Esa noche no llovía.
Las siguientes noches hice lo mismo, pero ella no apareció. El lunes llovía con
ganas y decidí no ir al bar y es que, aunque fuera violeta, con esa lluvia me
pareció que no era para tanto. Además, seguro que había miles de mujeres de ese
color que no tenían la fea costumbre de dejarse los paraguas. Pero la
casualidad hizo que la viera en la parada del autobús bajo su paraguas y, como
llevaba una semana esperando, me detuve para mirarla. Estaba mojada pero sé que
esto nunca les importa a este tipo de mujeres. Dudé si bajarme del coche pero
al ver que una moto salpicaba sus piernas largas y violetas, me decidí y le
ofrecí llevarla a su casa. La mujer que se dejaba los paraguas morados en los
bares, aceptó.
Le dije que en el asiento trasero encontraría su
paraguas, que lo había guardado para devolvérselo. Pero la mujer que acostumbra
a dejarse los paraguas en el bar también se los deja en los coches y, cuando me
quise dar cuenta, estaba demasiado lejos para gritarle que se estaba calando y
que se había dejado los dos paraguas: uno en el asiento delantero y otro
detrás. El hecho de verlos en mi coche me ponía extrañamente nervioso y, como
llegaba la temporada de lluvias, me propuse averiguar si se los dejaba siempre.
La esperé en el bar para observar cómo, día a día,
se olvidaba el paraguas. Y día tras día la perseguí, la llevé a su casa y la
miré de lejos sin poder evitar que en mi coche se quedaran sus paraguas. Ya no
podía quitármela de la cabeza. Realmente era la mujer más violeta que había
conocido, y desde que reconocí en un paraguas su infancia, en el plegable sus
deseos, en el de flores sus fracasos y en el morado sus tonalidades violetas,
mi único cometido fue evitar que se dejara los paraguas e intentar que
recuperara alguno. Sin embargo, nunca lo conseguía: un día llegaba a casa con
su primer amor en un paraguas rosa y al siguiente, con su maternidad en uno
rojo. Y como vivir para recoger los paraguas de una mujer violeta acaba siendo
insoportable, aprovechando que apareció por mi oficina cogí su paraguas y la
llevé a mi casa para hacerla entrar en razón. Lloró con rabia en el sofá y me
hizo comprender que ella no salía a ganarse la vida, ni a ir al cine, ni a
comprar el pan sino a dejarse los paraguas. Eso le quitaba el aire y la hacía
tan violeta. Quizá era lo que me gustaba de ella. Pero como no podía seguir
viviendo bajo la amenaza de los paraguas que se va dejando una mujer, tomé
cartas en el asunto.
Le até el paraguas al brazo y la obligué a salir por la puerta. Entonces comenzó a temblar y al verla tan vulnerable, devolví el paraguas al paragüero y la abracé muy fuerte. Traté de convencerla para que cambiara de actitud, le dije que seguro que había algo con lo que quería quedarse. Tenía la suerte de poder recuperar sus deseos, su primer amor o el paraguas rojo con su maternidad; yo los había recogido y los guardaba celosamente. Si era eso lo que le quitaba el aire, estaba dispuesto a ayudarla. Y ella que no, que le daba igual, que le gustaba verse violeta. Y como las mujeres que se dejan los paraguas son muy compulsivas además de cabezotas, la metí debajo de mi edredón, me di media vuelta y, con su imagen tranquila e infinitamente violeta, me quedé dormido.
Al despertar llovía desconsoladamente y al verme
solo salí a buscarla. La casa estaba vacía pero en el paragüero de la entrada
se dejó un paraguas verde y la esperanza”.
Hoy el libro habla por sí mismo de su calidad a
partir de esta deliciosa historia.
© Manuel Garrido Palacios